Honduras vive bajo un constante bombardeo emocional. Más allá de la inseguridad, la pobreza o el desempleo, existe una amenaza menos visible pero igual de peligrosa: el deterioro progresivo de la salud mental y emocional de millones de ciudadanos debido a una campaña política incesante que desprestigia, confunde y polariza. La lucha por imponer verdades distorsionadas y atacar permanentemente al adversario ha dejado de ser un problema político: es ya un problema de salud pública.
En el centro de esta tormenta está la intención sistemática de algunos sectores por desacreditar instituciones democráticas y personalidades, sin importar su grado de formación académica o en valores, sembrando dudas infundadas sobre mecanismos establecidos, cada uno remando para donde más le convenga.
La insistencia en estas narrativas, cargadas de sospecha y dramatismo, está afectando la psique de la ciudadanía. No se trata simplemente de una diferencia de opiniones, sino de una estrategia que busca imponer una realidad alternativa, en la que la verdad ya no importa, y donde la confusión se convierte en arma política. Esta situación deja a la población en un estado de tensión permanente, atrapada entre la indignación y la impotencia.
Los hondureños están expuestos a una sobrecarga informativa que cada día erosiona su bienestar emocional. Discursos que manipulan, tuits incendiarios, declaraciones altisonantes y amenazas veladas se han vuelto parte del paisaje diario. El resultado: ansiedad generalizada, miedo al futuro, y una profunda desconfianza hacia todo lo institucional. La mentira repetida se vuelve ruido insoportable.
Expertos en salud mental coinciden en que este tipo de ambiente tiene efectos muy reales: insomnio, irritabilidad, depresión, y una sensación creciente de desesperanza. La incertidumbre política, cuando es amplificada por la manipulación emocional, se convierte en un factor estresante crónico, especialmente para sectores vulnerables como jóvenes, trabajadores informales y mujeres jefas de hogar.
Además, la estrategia de desprestigio no solo ataca a los organismos electorales. Su blanco también es la percepción colectiva: se busca dividir a los hondureños entre “patriotas” y “traidores”, entre “el pueblo” y “los enemigos del cambio”. Este discurso de confrontación, repetido en cadena nacional, mítines, entrevistas o redes sociales, está alimentando un estado de ánimo colectivo de polarización que impide cualquier conversación democrática saludable.
La figura de algunos líderes políticos, que desde ya incitan a tomar las armas en contra de un sector opuesto, representa este tipo de retórica inflamatoria que deslegitima al que piensa diferente, que acusa sin pruebas y que lanza advertencias con tono de sentencia. Cuando los líderes políticos actúan como agitadores, el resultado es una ciudadanía más propensa al odio que al diálogo.
El riesgo mayor es que la población comience a desconectarse por completo. La fatiga emocional derivada de tanto ruido puede llevar al desinterés, al cinismo o, en el peor de los casos, a una apatía política crónica. Ese vacío puede ser llenado fácilmente por populismos autoritarios, que se aprovechan de la desesperanza para justificar más control y menos democracia.
En este momento delicado de la historia hondureña, se necesita una pausa colectiva. Una tregua narrativa. Un compromiso político para que las campañas no destruyan lo poco que queda del tejido social. Urge defender el derecho de los ciudadanos a vivir informados, no manipulados. A ser críticos, no confundidos. A participar, no a sentirse traicionados antes de tiempo.
La lucha política no puede seguir cobrándose como víctima la salud emocional del pueblo. Es tiempo de que los líderes, comenzando por los más visibles y ruidosos, comprendan que gobernar también implica cuidar el alma de la nación. Lo contrario es empujarla, día a día, al abismo del desencanto.