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La degradación de los valores y la democracia en el contexto de una campaña política hondureña de odio y descrédito
Publicado en 25/07/2025 11:05
EDITORIAL

A medida que Honduras se aproxima al proceso electoral del 30 de noviembre de este año, lo que debería ser una celebración de la voluntad popular y el fortalecimiento de la democracia, se ha convertido en un espectáculo triste y decadente donde la ambición desmedida, el cinismo y el desprecio por los valores fundamentales del ser humano ocupan el centro del escenario. En lugar de ser una oportunidad para el debate de ideas sanas, la construcción de propuestas y la renovación del pacto social, la campaña política ha revelado la alarmante degradación ética y moral de amplios sectores de la clase política y de quienes orbitan a su alrededor.

Honduras, en este punto de su historia, parece haber abandonado deliberadamente los principios que deberían regir la vida pública: el respeto, la honestidad, la empatía, la búsqueda del bien común. En su lugar, predominan la mentira, la traición, la manipulación y una impúdica carrera por apropiarse del Estado como botín. Las campañas se han tornado en contiendas viscerales donde todo se vale: la difamación, el populismo sin sustento, la compra de conciencias, la exaltación del odio y la polarización como estrategia.

Los valores humanos más elementales, como la verdad, la justicia, el servicio desinteresado y la solidaridad, han sido relegados a discursos vacíos, decorativos, llenos de insultos, que contrastan con las prácticas cotidianas de muchos actores políticos. En su actuar, no hay nobleza ni vocación de servicio, sino una obsesiva necesidad de figurar, de controlar, de enriquecerse. Esto ha llevado a una preocupante normalización del oportunismo, la corrupción y el clientelismo, no solo entre quienes ejercen el poder, sino también entre muchos ciudadanos que, cegados por la desesperanza o arrastrados por el pragmatismo, terminan por aplaudir o justificar estos comportamientos.

Lo más alarmante es que esta degradación no solo afecta a los políticos en sí, sino que se está filtrando peligrosamente en el tejido social. Cada vez es más usual ver a personas comunes, incluso a líderes sociales, religiosos o comunitarios, cediendo a la tentación del poder fácil, del beneficio inmediato, traicionando los principios que alguna vez los definieron. Hombres y mujeres antes admirados por su integridad y compromiso con la sociedad han dado un giro de 180 grados, renegando de sus antiguos valores para convertirse en servidores de agendas oscuras, ajenas al bienestar de la mayoría.

Honduras parece encaminarse hacia una etapa de oscuridad moral, en la que el poder se concibe como un privilegio para abusar, no como una responsabilidad para servir. La ley, en lugar de ser un marco sagrado de convivencia y justicia, se interpreta y retuerce según la conveniencia de quienes la dominan. El Estado de derecho se debilita, y en su lugar florecen los pactos de impunidad, las componendas entre élites políticas y económicas, y el culto al caudillismo.

Este fenómeno no es aislado ni casual. Es el resultado de años de permisividad, de complicidad social, de una ciudadanía que muchas veces ha optado por la apatía o la resignación, y de una institucionalidad frágil que ha sido sistemáticamente corrompida. La democracia hondureña se encuentra así en un punto crítico, como un barco a la deriva, sin rumbo, no solo por la amenaza de un proceso electoral cada vez más cuestionado, sino por la profunda erosión de los valores que sustentan su legitimidad.

Pero aún hay tiempo para revertir esta tendencia. La recuperación moral de Honduras no dependerá exclusivamente de nuevas leyes o reformas políticas, sino de una profunda transformación ética. Es urgente rescatar el valor del ejemplo, del mérito, de la coherencia entre lo que se predica y lo que se hace. La ciudadanía debe reencontrarse con su capacidad de indignarse, de exigir rendición de cuentas, de levantar la voz frente a la injusticia y de castigar con su voto a quienes han traicionado su confianza.

La política, en su esencia más noble, sigue siendo una herramienta de transformación. No todo está perdido. Pero el precio del silencio, la complicidad o la indiferencia podría ser demasiado alto: una nación sin rumbo, sin esperanza y, lo más grave, sin alma.

La degradación de los valores humanos en el contexto electoral hondureño no solo es una tragedia política, sino una alarma social. Es el reflejo de una enfermedad que, si no se atiende, puede destruir lo poco que queda de confianza y cohesión en el país. Honduras debe luchar por reencontrarse con su dignidad colectiva, por encima de los intereses mezquinos y los rostros que se disfrazan de esperanza mientras incuban oscuridad.

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