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Honduras al filo de la democracia: entre la crisis electoral y el restablecimiento constitucional
Por Administrador
Publicado en 14/07/2025 11:13
EDITORIAL

En Honduras, cada jornada política parece una cuenta regresiva hacia lo incierto. El país se encamina hacia unas elecciones generales que muchos consideran decisivas no solo para renovar autoridades, sino para definir el alma misma de la nación: o se consolida el restablecimiento del hilo constitucional o se precipita un deterioro definitivo del sistema democrático.

Desde hace meses, el ambiente nacional se ha tornado irrespirable. Una sensación de asedio domina el discurso de ciertos sectores, quienes aseguran que fuerzas extranjeras —particularmente de Cuba, Venezuela y Nicaragua— han penetrado las estructuras del poder con una estrategia silenciosa pero eficaz. No lo hacen, aseguran, con armas visibles, sino con un libreto que comienza con la deslegitimación de las instituciones, prosigue con la persecución del disenso y culmina en el control total de los poderes del Estado. A ojos de estos sectores, la influencia comunista no es una sospecha, sino una certeza disfrazada de asesoría política, intercambio diplomático o cooperación ideológica.

Los opositores del gobierno de Xiomara Castro han convertido esta narrativa en bandera de denuncia: aseguran que detrás del discurso de refundación se esconde una operación sistemática para consolidar un modelo autoritario, inspirado en los regímenes de La Habana, Caracas y Managua. Denuncian la concentración del poder en el Ejecutivo, el debilitamiento del Ministerio Público, el uso partidario de las fuerzas de seguridad y la infiltración de activistas extranjeros en cargos técnicos y estratégicos del Estado. Y, sobre todo, advierten que el proceso electoral de noviembre no será una simple disputa democrática, sino una contienda por la sobrevivencia del orden republicano.

Pero más allá de las acusaciones cruzadas, los hechos reflejan una crisis institucional profunda. La violencia política ha cobrado vidas. De acuerdo con informes de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, se han registrado más de 400 conflictos electorales en los últimos diez meses, incluyendo amenazas, agresiones y asesinatos. Casi la mitad de estos incidentes han ocurrido en Tegucigalpa, seguidos por San Pedro Sula y otros municipios con alta carga política. El sistema electoral, por su parte, opera bajo sospechas constantes. El Consejo Nacional Electoral es acusado tanto de parcialidad como de incapacidad. Y el Tribunal de Justicia Electoral aún no logra ejercer un liderazgo confiable frente a las crecientes tensiones.

A todo ello se suma el deterioro del tejido social. El país está polarizado, no solo entre partidos, sino entre narrativas que no se encuentran ni en los datos ni en el lenguaje. De un lado, quienes creen que el gobierno actual intenta completar una transición histórica hacia un modelo más justo, tras décadas de exclusión y corrupción. Del otro, quienes advierten que ese discurso solo encubre una vocación totalitaria, disfrazada de populismo. Y en medio, millones de ciudadanos que sobreviven entre la pobreza, la desinformación y la incertidumbre.

No es una novedad que Honduras arrastra una institucionalidad frágil. La corrupción ha sido endémica. Los pactos de impunidad, frecuentes. La alternancia en el poder no siempre ha sido sinónimo de democracia. Lo que sí es nuevo es la intensidad del momento actual, donde se mezclan el miedo, el resentimiento histórico y la ansiedad por un futuro cada vez más incierto. La palabra “fraude” ha comenzado a circular con una frecuencia alarmante, no como hipótesis, sino como presagio. La confianza en el árbitro electoral está herida, y la posibilidad de una transición pacífica comienza a parecer una ilusión.

La comunidad internacional observa con cautela. Organismos como la OEA, la Unión Europea y la ONU han enviado señales de preocupación, recordando que los procesos democráticos no solo requieren comicios libres, sino condiciones mínimas de transparencia, legalidad y libertad de expresión. Diversas misiones de observación se preparan para desplegarse en el país. Mientras tanto, sectores de la sociedad civil intentan organizarse para documentar irregularidades, formar veedores ciudadanos y garantizar que, al menos, los votos se cuenten con rectitud.

Pero el problema va más allá de las urnas. Se trata de una erosión sistemática de la institucionalidad. En un país donde la Corte Suprema puede cambiar con mayoría simple, donde el Congreso aprueba leyes sin deliberación efectiva, y donde la independencia judicial es una aspiración más que una realidad, cualquier proceso electoral corre el riesgo de ser una simple formalidad, un paso más hacia una consolidación autoritaria.

Sin embargo, no todo está perdido. Hay sectores activos de la sociedad hondureña que resisten e insisten. Desde periodistas independientes hasta organizaciones comunitarias, pasando por académicos, empresarios y líderes religiosos, muchos han comenzado a alzar la voz. No todos lo hacen desde la ideología, sino desde la preocupación genuina por el destino del país. Lo que está en juego no es solo un gobierno, sino la posibilidad de que Honduras funcione como una república democrática.

En este contexto, hablar de un “sortilegio” no es exagerado. Hay algo de mágico y trágico en la forma en que el país se encamina hacia las elecciones: como si cada día fuera una moneda lanzada al aire, un giro del destino, una profecía escrita en lenguaje cifrado. Los discursos se extreman, los ánimos se tensan, los odios se agitan. El voto, que debería ser el acto supremo de soberanía popular, comienza a parecer una escena más de una novela cargada de fatalismo y desconfianza.

Pero el país necesita un desenlace diferente. Necesita que el proceso electoral no sea un último acto de confrontación, sino el primer paso hacia la reconstrucción. Para ello no basta con elecciones limpias: se requiere una refundación institucional auténtica, sin hegemonías ni venganzas. Se necesita una prensa libre que no tema represalias, una justicia que no dependa del poder de turno, un Congreso que legisle con responsabilidad, y una ciudadanía que vigile con inteligencia. Se necesita, en suma, un nuevo pacto republicano.

La retórica de la “horda comunista” que asedia al país desde fuera puede ser útil como recurso de denuncia, pero también puede convertirse en un arma distractora. Porque el verdadero peligro no es solo externo, ni exclusivamente ideológico. El verdadero peligro está dentro: en la tentación del poder sin límites, en el desprecio a las reglas, en la costumbre de gobernar sin rendición de cuentas. Está en la apatía, en el miedo, en la incapacidad de dialogar.

Si Honduras quiere romper el ciclo, no debe mirar solo al 30 de noviembre. Debe mirar más allá. Lo que se juega no es una elección, sino un modelo de país. Y para construir ese modelo se necesita algo más que votos: se necesita carácter, lucidez, valentía. La democracia no se defiende con discursos, sino con actos. Y estos deben comenzar hoy, desde cada barrio, desde cada institución, desde cada conciencia.

Honduras está en la fase final. No de su democracia, sino de su ambigüedad. El tiempo de las excusas se agota. Lo que viene puede ser una restauración constitucional que devuelva la esperanza, o una recaída que condene al país a otro ciclo de desencanto. Dependerá no solo de quién gane, sino de cómo se gane. Y, sobre todo, de cómo se gobierne después.

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