Honduras se aproxima a las elecciones generales del 30 de noviembre de 2025 en medio de un ambiente político marcado por la polarización, la confrontación institucional y una creciente sensación de incertidumbre democrática. El reciente rechazo del oficialismo a la verificación de actas electorales con inconsistencias, no solo ha encendido las alarmas sobre la transparencia del proceso, sino que ha evidenciado la fragilidad del sistema electoral nacional. La división en el Consejo Nacional Electoral (CNE) es más que un simple desacuerdo administrativo: es el reflejo de un país atrapado en un conflicto por el control del poder.
Lo que debería ser un debate técnico ha escalado a una pugna política cargada de sospechas y descalificaciones. El oficialismo acusa una supuesta "intromisión humana" en la verificación de resultados, mientras que la oposición denuncia maniobras para ocultar posibles fraudes. En medio de esta tormenta, el árbitro electoral se ve incapacitado para actuar con unidad, dejando en vilo la credibilidad de todo el proceso.
Pero la raíz del problema va más allá del debate sobre actas. Honduras arrastra desde hace décadas una institucionalidad electoral débil, marcada por la cooptación partidaria y la ausencia de mecanismos efectivos de control y fiscalización. A eso se suma una cultura política clientelar que antepone la lealtad partidaria a la integridad institucional. La promesa de modernizar el sistema electoral, que inspiró reformas tras la crisis poselectoral de 2017, hoy parece archivada entre intereses contrarios a la transparencia.
A diferencia de democracias más consolidadas, el sistema hondureño permite que los propios partidos sean "juez y parte" al integrar las Juntas Receptoras de Votos. Esto convierte al proceso en un campo minado donde cada paso puede ser interpretado como una jugada a favor o en contra de un actor político, anulando la percepción de imparcialidad que toda democracia necesita. En vez de blindar la certeza del voto, el sistema la expone a manipulaciones encubiertas bajo formalidades legales.
La fragilidad institucional se agrava con la falta de acción de las entidades llamadas a proteger el proceso. El silencio cómplice de las instituciones que deberían actuar como garantes —Ministerio Público, Policía Nacional y Secretaría de Seguridad— frente a acciones que entorpecen el calendario electoral, como el sabotaje a la licitación del TREP, solo agrava la crisis. Este vacío de autoridad contribuye a la erosión de la confianza ciudadana, debilitando aún más el frágil tejido democrático.
A su vez, la oposición luce desorganizada, sin una narrativa coherente ni una estrategia conjunta. Lejos de construir una alternativa de poder creíble, se diluye en luchas internas y una desconexión con el electorado, dejando el campo libre para que el oficialismo imponga sus reglas sin mayores resistencias. La ausencia de liderazgos firmes y unificados deja al votante sin voz ni representación en un momento en que más se necesita firmeza.
En este contexto, la ciudadanía hondureña se encuentra atrapada entre dos fuerzas: un oficialismo decidido a consolidar su hegemonía política y una oposición que no logra articular un discurso de cambio real. El peligro no es solo una elección cuestionada, sino la normalización del autoritarismo disfrazado de institucionalidad democrática. Cuando la desconfianza reemplaza al debate y la legalidad cede ante la conveniencia partidaria, la democracia corre un riesgo sistémico.
El escenario es especialmente alarmante porque no se trata de una anomalía aislada, sino de una tendencia regional que ha dado lugar a democracias deterioradas o meramente formales. Honduras observa en el espejo de Venezuela, Nicaragua y Bolivia cómo las instituciones pueden ser capturadas desde adentro, sin necesidad de golpes militares, simplemente anulando el espíritu de las leyes mientras se cumple su letra.
Honduras se encuentra hoy en una encrucijada. Puede optar por corregir el rumbo y fortalecer sus procesos institucionales, o seguir el camino de otros países latinoamericanos que han vaciado de contenido a sus sistemas democráticos, dejando solo una fachada electoral que sirve para legitimar lo ilegítimo. La decisión está en manos de quienes hoy controlan el poder y de una ciudadanía que debe decidir si se resigna o reacciona.