La parálisis institucional en Honduras no es accidental, ni mucho menos técnica. Es una jugada cuidadosamente medida desde el poder, con consecuencias profundas para el proceso democrático. Mientras el Congreso Nacional permanece sin sesiones bajo la excusa de reparaciones estructurales —goteras, dicen—, el verdadero problema gotea por las grietas de la democracia: un cálculo político frío que detiene decisiones clave y bloquea cualquier intento de control o equilibrio.
Luis Redondo, presidente del Legislativo, ha tomado la ofensiva contra el Consejo Nacional Electoral (CNE), un órgano que en teoría goza de autonomía, pero que en la práctica es torpedeado por las mismas estructuras que deberían garantizar su funcionamiento. Desde dentro, el consejero Marlon Ochoa, alineado con el oficialismo, ha logrado detener decisiones estratégicas para el desarrollo del cronograma electoral. En cinco días vence el plazo para adjudicar los mecanismos de Transmisión de Resultados Electorales, y si no se concreta, el proceso quedará oficialmente alterado.
Libre, el partido en el poder, juega su ficha: presiona para que el conteo manual acordado con la oposición sea descartado. Propone que los resultados preliminares dependan exclusivamente del informe que emita el sistema biométrico, es decir, sin intervención humana. Este planteamiento técnico tiene trasfondo político: elimina cualquier verificación ciudadana y otorga todo el poder al sistema, contratado y administrado bajo una lógica que preocupa por su falta de transparencia.
Al mismo tiempo, el oficialismo bloquea el nombramiento del sustituto de Ana Paola Hall en el CNE, dejando al órgano con una correlación de fuerzas estancada. El Partido Liberal ha propuesto un nombre, pero sin los votos de Libre, la parálisis persiste. Esta omisión no es inocente: mantener el CNE dividido y sin rumbo permite al partido en el poder jugar con ventaja en la cancha electoral.
Pero esta parálisis no se limita al Legislativo o al órgano electoral. El sistema de justicia hondureño, cada vez más cooptado y funcional al poder, actúa con reflejos instantáneos cuando se trata de proteger la estrategia de Libre, pero con letargo o indiferencia cuando las exigencias vienen desde la oposición. No se trata ya de justicia selectiva, sino de un poder judicial al servicio del cálculo político.
Mientras tanto, la oposición permanece enredada en sus propios conflictos internos, dividida, sin dirección clara ni estrategia unificada. Su incapacidad para hacer frente al avance de Libre resulta aún más evidente si se compara con el dinamismo de un partido que nunca dejó de actuar, incluso desde la oposición. Esa capacidad organizativa, aunque no necesariamente en beneficio de la democracia, ha sido constante. Libre se mantuvo activo en la llanura y ahora gobierna con la misma intensidad, pero sin el contrapeso que impone la institucionalidad republicana.
Lo que está en juego no es un simple cronograma electoral, ni una plaza vacante en el CNE. Lo que se está minando es la confianza en el sistema, en la capacidad de las instituciones para ser árbitros imparciales, en el mínimo necesario para que una elección sea creíble. La ciudadanía observa, muchas veces con resignación, cómo las piezas se mueven en favor del poder, y cómo los que deberían oponerse apenas balbucean.
La democracia hondureña no se está rompiendo a gritos. Se está apagando en silencio.