Tegucigalpa – La democracia hondureña y una sociedad anestesiada se encuentra al borde de una peligrosa fractura. En los últimos días, una serie de declaraciones y acciones por parte del oficialismo ha despertado una alarma generalizada entre sectores sociales, religiosos, empresariales y políticos. Lo que se perfila no es una simple disputa partidaria o un debate electoral, sino la posible instalación progresiva de un régimen autoritario con base en el modelo chavista.
La más reciente amenaza la lanzó el coordinador del Partido Libertad y Refundación (Libre), Manuel Zelaya Rosales, quien advirtió que está dispuesto a activar unos 30,000 colectivos del partido si no se cumple su voluntad política, particularmente en el tema del control del sistema electoral, donde insiste en la implementación del software de la empresa venezolana SMARTMATIC, conocida por su rol clave en la perpetuación del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela.
Este anuncio fue reforzado por Melvin Ceballos, coordinador nacional de los colectivos de Libre, quien abiertamente declaró que están listos para “tomar las armas para defender la democracia”, una declaración contradictoria que muchos consideran una amenaza directa contra la oposición, las iglesias, los medios y la ciudadanía que no se alinea con el gobierno.
Lo que ha encendido aún más la alerta nacional es que este lenguaje beligerante no se quedó en palabras. El ambiente intimidante se fortaleció con la captura arbitraria del diputado Nelson Márquez, subjefe de la bancada del Partido Nacional, ocurrida a pocas horas de una anunciada demostración de fuerza de las iglesias hondureñas. Márquez, conocido por su postura crítica frente al gobierno de Xiomara Castro, fue detenido en un operativo que muchos catalogan como una señal clara de represión política.
La detención, sin mayores explicaciones públicas y en un contexto de tensión preelectoral, se percibe como un intento de silenciar a voces opositoras antes de que el pueblo comience a movilizarse, especialmente ante el llamado de los sectores religiosos que, hasta ahora, habían mantenido un papel más moderado.
Lo que está ocurriendo en Honduras no es improvisado. Sigue al pie de la letra el manual chavista aplicado en Venezuela, Nicaragua y Cuba, donde los pasos son claros: deslegitimar a la oposición, controlar el sistema electoral, utilizar la amenaza armada para atemorizar, dividir a la sociedad, capturar los poderes del Estado, y reprimir selectivamente para que el resto se autocensure o se resigne.
El uso de colectivos como brazo operativo, la intención de usar SMARTMATIC en los comicios, las referencias constantes a “golpes de Estado” pasados como justificación de la radicalización actual, y ahora la persecución de líderes opositores, son piezas de un engranaje que busca consolidar un modelo de poder absoluto disfrazado de democracia participativa.
A pesar de las advertencias, una gran parte del pueblo hondureño sigue expectante, paralizado, observando lo que sucede como si se tratara de un guion inevitable o una prueba que debe dejarse “a lo que Dios quiera”. Pero la historia de otros países muestra que la pasividad solo facilita la consolidación del autoritarismo.
En Venezuela, miles dijeron “esto no pasará” cuando Chávez comenzó a controlar el árbitro electoral. En Nicaragua, muchos pensaron que Ortega no se atrevería a reprimir con fuego. Hoy, esos pueblos viven bajo regímenes que persiguen, encarcelan y empobrecen, y Honduras se encamina por el mismo sendero si no hay una reacción firme y organizada.
Las simpatías del actual gobierno con regímenes autoritarios como Irán, Rusia, Cuba y Venezuela, aliados de redes criminales y grupos terroristas internacionales, son otra señal de que no se trata solo de una batalla ideológica, sino de la construcción de un sistema con intereses geopolíticos profundos, alejados de la democracia occidental.
El lenguaje armado, la intención de manipular el sistema electoral y la represión selectiva son el golpe de gracia a una democracia ya frágil, desacreditada y marcada por el abuso del poder en distintas etapas. Pero el actual momento es distinto: no se trata de una pugna política tradicional, sino de una cruzada para instalar un régimen que, una vez consolidado, difícilmente cederá el poder por la vía pacífica.
¿Hay una vía de solución? Sí. Aunque el panorama luce sombrío, aún hay salidas dentro del marco democrático y constitucional. Pero requieren acción inmediata y organizada:
- Unidad de la oposición y la sociedad civil: Los partidos políticos opositores, iglesias, gremios empresariales, universidades y ciudadanía deben dejar de lado sus diferencias menores y construir un frente amplio en defensa de la democracia. La dispersión solo beneficia al autoritarismo.
- Rechazo claro y contundente al uso de colectivos armados: La comunidad internacional, a través de la OEA, la ONU y otros organismos, debe exigir al gobierno hondureño el cese inmediato de amenazas violentas, y advertir que cualquier uso de fuerza política será sancionado.
- Auditoría internacional al sistema electoral: Antes de las elecciones, debe instalarse una misión técnica independiente que evalúe y certifique el sistema informático electoral. El pueblo tiene derecho a votar sin sospechas de fraude.
- Protesta pacífica y masiva: Si los canales institucionales son bloqueados, la resistencia pacífica y las movilizaciones masivas son una herramienta legítima y eficaz. La ciudadanía debe despertar, no por odio ni venganza, sino por el derecho a vivir en libertad.
- Presión diplomática y sanciones específicas: Si las amenazas escalan, deben activarse mecanismos de sanción personalizadas contra funcionarios que atenten contra la democracia, como se ha hecho en Venezuela y Nicaragua.
Honduras aún está a tiempo de evitar caer en un abismo autoritario. Pero ese tiempo se acorta. La única vía es despertar, organizarse, resistir con dignidad y exigir con firmeza: ni armas, ni colectivos, ni software extranjero decidirán el futuro del país. Solo el pueblo en las urnas, con transparencia y libertad.