
Desde su llegada al poder en enero de 2022, el gobierno de Xiomara Castro y el Partido Libertad y Refundación (Libre) han cimentado su discurso político sobre una narrativa poderosa y emocional: la reivindicación del pueblo hondureño frente a una élite corrupta encarnada por los partidos tradicionales —el Liberal y el Nacional— a quienes acusan de haber saqueado, oprimido y entregado al país durante décadas. Se autodenominan los portadores del "socialismo democrático", aunque sus acciones reflejan una peligrosa deriva autoritaria con ecos preocupantes del modelo chavista venezolano.
Tal como lo detalla cronológicamente el analista, Diego Lozada, Libre nace como reacción directa al golpe de Estado de 2009 que sacó a Manuel Zelaya Rosales del poder por su intento de realizar una consulta popular para promover una Asamblea Nacional Constituyente. Aquel episodio, más allá de sus implicaciones jurídicas, sirvió de catalizador para una narrativa fundacional: la victimización de Zelaya como mártir del pueblo y la criminalización del bipartidismo como instrumento de los intereses oligárquicos y del imperialismo norteamericano.
Desde entonces, el discurso de Libre se ha sostenido sobre la base de una oposición total a los partidos tradicionales, a los medios corporativos, al empresariado y a las instituciones internacionales. Todo aquel que cuestione al proyecto de Libre es etiquetado como defensor del golpismo, del narcotráfico o del modelo neoliberal. Es una narrativa binaria: el pueblo contra los corruptos. Nosotros contra ellos.
Siguiendo una lección aprendida del manual del chavismo —e incluso extraída de una famosa carta de Fidel Castro a Hugo Chávez—, según Lozada, Libre ha sostenido su legitimidad mediante la constante evocación al pasado. La estrategia es clara: ante cualquier crisis presente, se reabre la herida del golpe de 2009 o se recuerda la narcodictadura de Juan Orlando Hernández.
Este recurso tiene dos funciones. Primero, anestesia las responsabilidades propias del presente, desplazando la culpa hacia gobiernos anteriores. Segundo, justifica cualquier medida política, legal o incluso antidemocrática como necesaria para desmontar las estructuras del viejo régimen. Es lo que Chávez llamó "el enemigo histórico permanente", y lo que el madurismo ha llevado al extremo: si algo sale mal, es culpa de los saboteadores, del imperialismo o de la derecha.
En Honduras, esta fórmula se repite como un disco rayado: cualquier escándalo, cualquier señalamiento contra funcionarios actuales, es automáticamente descalificado como un “ataque del bipartidismo” o de los “medios golpistas”. Esta táctica ha permitido a Libre cubrir con una pátina de “resistencia” lo que en el fondo es la reproducción de viejos vicios: clientelismo, corrupción, represión selectiva y uso partidario de las instituciones del Estado.
El experto internacional señala que “el proyecto de Libre prometió refundar Honduras con justicia social, combate a la corrupción y participación ciudadana. Sin embargo, a tres años y medio de gestión, el desencanto es evidente incluso en sectores que apoyaron la llegada de Xiomara Castro al poder”.
El clientelismo político no desapareció; se transformó. Las promesas de transparencia fueron sepultadas por escándalos como el Sedesol, Pacto de Impunidad, Koriun, las contrataciones directas sin licitación en instituciones clave, o los millonarios fondos manejados desde Casa Presidencial bajo total opacidad. En lugar de desmontar la vieja corrupción, muchos de sus funcionarios simplemente se colocaron en su lugar.
El “socialismo democrático” se convirtió en una etiqueta vacía. No hay reforma fiscal estructural, no hay un nuevo modelo productivo, no se ha fortalecido el sistema educativo o de salud, y los índices de pobreza y migración siguen en aumento. Ante la falta de resultados tangibles, Libre ha intensificado su narrativa de confrontación y ha redoblado esfuerzos por mantenerse en el poder, no a través de la mejora de su gestión, sino del control del proceso electoral.
La encrucijada de Libre: desgaste, sabotaje y bots
El análisis muestra que Libre enfrenta hoy un punto de inflexión. Las encuestas muestran un desgaste creciente del gobierno y de su presidenta. Los partidos de oposición, aunque fragmentados, han comenzado a articular una narrativa que cala en sectores populares: “Libre prometió cambio, y trajo más de lo mismo”. Ante esta realidad, el oficialismo ha optado por una estrategia que mezcla elementos de propaganda digital, desinformación y sabotaje institucional.
Los “ejércitos de bots” en redes sociales operan como un brazo de guerra. Campañas coordinadas atacan a periodistas, políticos opositores, líderes sociales y figuras incómodas para el gobierno. El objetivo es silenciar voces críticas y fabricar una percepción artificial de respaldo popular.
Paralelamente, el oficialismo ha mostrado señales claras de intentar manipular el proceso electoral. Retrasos en el nombramiento de autoridades clave en el Consejo Nacional Electoral (CNE), presiones para controlar el registro nacional de las personas, y una reforma electoral estancada que favorece al partido gobernante, forman parte del guion. Todo indica que Libre no confía en ganar en las urnas en 2025, y prepara el terreno para un escenario al estilo venezolano: elecciones sin competencia real, con resultados manipulables.
Otro rasgo que delata el carácter autoritario y cínico del actual gobierno es su manejo selectivo de los escándalos de corrupción. El caso del “Narcovideo”, que involucra a figuras del Partido Liberal como Mauricio Villeda, ha sido utilizado con voracidad propagandística por el gobierno. Sin embargo, cuando se trata de denuncias contra funcionarios del propio partido Libre —como nepotismo, tráfico de influencias o enriquecimiento ilícito— el silencio es total.
Esta doble moral erosiona la credibilidad del gobierno y revela que su lucha contra la corrupción no es una política de Estado, sino un arma de combate político. El discurso se convierte en fachada: se finge moralidad, mientras se protege a los aliados.
La estrategia de Libre en su fase actual tiene claros paralelismos con el chavismo venezolano. En ambos casos se construyó una narrativa revolucionaria para legitimar una toma progresiva de las instituciones del Estado. Se usó el poder para debilitar a la oposición, silenciar a la prensa, cooptar el sistema judicial y controlar el sistema electoral.
Como en Venezuela, el oficialismo en Honduras ha comenzado a cerrar los espacios democráticos, mientras conserva la fachada de un gobierno popular. La diferencia es que, mientras Chávez y Maduro se enfrentaron a una oposición fragmentada y con poco apoyo internacional, en Honduras existe un contexto regional más crítico y una ciudadanía cada vez más informada, gracias a redes sociales y medios digitales independientes.
Sin embargo, si Libre logra sostener su hegemonía mediante el control electoral, el clientelismo y la represión disfrazada de moralismo, el país podría entrar en una espiral de degradación institucional similar a la vivida en Venezuela durante la última década.
Libre ha sido hábil en utilizar la memoria del golpe de 2009 y los años de narcodictadura para sostener un discurso de resistencia que hoy ya no se corresponde con la realidad. El poder, lejos de transformarlos, los ha revelado. No son la nueva política; son una cara diferente del viejo vicio.
A tres años y medio de gobierno, Libre no solo enfrenta una crisis de credibilidad, sino una encrucijada histórica. Puede rectificar el rumbo, abrir el espacio democrático, corregir el autoritarismo incipiente y someterse al juicio ciudadano en las urnas. O puede insistir en la estrategia del miedo, el sabotaje electoral y el relato único, como lo hicieron Chávez y Maduro.
Pero en un país cada vez más conectado y menos crédulo, el discurso vacío ya no basta. La narrativa se agota cuando no se respalda con resultados, y la gente —pese a la propaganda— empieza a ver más allá del decorado.
Si Libre elige el camino del fraude y la represión, no será el pueblo quien lo expulse, sino la historia quien lo condene.